miércoles, 30 de abril de 2014

Reconstrucción



Por  Fernando Lancellotti



8:45 – Me despierto con tus piernas entrelazadas. Ayer llegamos cansados, nos arrojamos a la cama,  te dormiste en el acto mientras te hablaba del sur. Después yo también me dormí y hasta este instante no recuerdo nada de nada, como si el tiempo hubiese ocultado ese paréntesis de mi conciencia. Es un día gris. Suena el despertador. Una sensación de felicidad me invade. Falso

8:45– Me despierto con los sonidos de la mañana. Es un día gris. Sigo durmiendo.
Sueño que una grúa gigante entra a mi cuarto y saca mi ropa del placar. Alguien la maniobra. Los vidrios de la cabina están empañados. Verdadero.


9:13– Hago el desayuno mientras te bañás. Las tostadas saltan al unísono con el pitido de la cafetera, que es como el de un tren que llega a la estación. Te digo  algo gritando. No escuchás. Verdadero.

9:13– Mis párpados apenas se abren, sin muchas ganas. Ven un día más. Pienso que la voluntad es un músculo que hay que entrenar. Lo único que quiero es hacer pis. Falso.


9:35– Servís el café en la taza. Te digo: Basta, que después no duermo.  Recordamos la despedida de ayer a la noche. Qué borracho estaba tu amigo me decís ¿Mi amigo? te pregunto. Querrás decir: “nuestro amigo”. Casi desnuda corres la cortina como si viviésemos en un desierto. Entra una flecha de luz que me pega en la sien. Verdadero.

9:35– Apuntar el chorro de meo parece un juego que me hace feliz, aunque sea por ese instante. Se corta la luz. Manoteo la tapita, pruebo las teclas inútilmente. Viene la luz pero me quedo sin internet. Falso.


10:40– Estoy en el bar de la esquina. Me siento junto a la ventana. Entra una mina con un buzo que dice Patagonia. Qué ganas de estar lejos pienso. La mina se sienta en una mesa y saluda a un tipo con voz grave. Son jóvenes pero tienen el rostro curtido. Los veo borrosos, quizás porque aún no desayuné. Falso.

10:40–Es una mañana húmeda. No tengo la más mínima idea de lo que es SUBE, quiero pagar el ticket del subte pero no hay nadie en la caja. Me dicen que ponga la tarjeta. Pregunto: ¿Dónde compro la tarjeta? Tenés que ir al ministerio y te sacas la foto. Subo la escaleras y me alejo de la estación, también de esa vaga idea de ser más eficiente, más terrenal, que me viene cada tanto. Verdadero.


10:54– Termino el último sorbo de café. La lluvia empalidece todo. Después de hojear los diarios chequeo el celular, no tengo mensajes de nadie. Solo publicidad. Odio la publicidad. Veo una grúa igual a la del sueño, la maneja un operario con bigotes y un casco amarillo. Gira el brazo retráctil de un lado al otro. Pienso que me esta haciendo una seña que trato de descifrar: “Soy el del sueño, vengo por vos”. Falso.

10:54– Las nubes negras se amontonan en un costado del cielo. Camino por la vereda del sol. Paro un taxi. Le digo a donde voy y el tipo me dice que está todo cortado. Miro el celular y en un mensaje me dicen que se suspendió el ensayo. El taxi me pasea sin un destino particular. Hago tiempo. Verdadero.


11:30– Nos encontramos en la esquina del ensayo. Te acompaño unas cuadras y me propones almorzar. Vacilo. Te digo que no puedo. Caminamos hasta la avenida. Parece un día feriado. Me tomás de la cintura y me decís: dale piquemos algo. Acepto. Entramos a una fondita y nos dicen que todavía no abrió la cocina. Verdadero.

11:30– Salgo del bar y vuelvo a casa vencido por el sueño. La grúa da vueltas y despide un gas que deja blanca la cuadra. Ni bien entro suena el timbre. Una voz grave pregunta por mí. Abro la puerta y un hombre me increpa. Gatilla dos o tres veces. Una bala entra en mi pecho. Caigo desparramado. Falso.









jueves, 10 de abril de 2014

Mecanismos ocultos


Por  Fernando Lancellotti

–Siempre fui igual y lo que diga me tiene sin cuidado. No tengo escrúpulos en expresarme. Si lo entiende, bien y si no, ¿Quiere guerra? la va a tener: le devuelvo el budita, el futón, todo… cuando se fue me sentí una  miseria, como ahora…  No sé si me explico… ¿la llamo? O mejor…
–Lo vamos a dejar acá, ¿Sí? –dijo el licenciado Alejandro Peironi.
–Bueno, entonces…
–Lo dejamos acá –afirmó nuevamente.
–Sí, sí, claro. ¿Cuánto le debo?
–Doscientos –dijo Peironi, sin mirarme. Enseguida puse mi mano en el bolsillo y le pagué. Era la primera vez que hacía terapia y los días previos a la primer sesión había dudado en ir pero como me lo había recomendado una amiga con tanto énfasis “¡Alejandro es justo para vos…” ¿Cómo voy a desnudarme con alguien que no conozco? La sola idea de sumergir mi inconsciente en un diván me aterraba, pero a la vez confiaba en alguien recomendado y garantizado por mi amiga, por eso me había tirado a la pileta y lo había llamado por teléfono. Me había atendido con la voz seca y atildada de un psicólogo.
                  
                  Ahora era la segunda sesión y si bien la extrañaba –y creo que ella también a mi–, el día que Luciana se había ido de casa se veía cada vez más lejano,  eso hizo que fuera más relajado y contemplativo. Con una puntualidad asombrosa, toqué el timbre y esperé a que bajara a abrir la puerta. Ya sabía que iba a tardar un poco porque su consultorio estaba en el catorce. El licenciado Peironi me pareció más joven que el otro día, algo en su aspecto parecía alejarlo de un profesional del psicoanálisis. Subimos en el ascensor y el portero, desde uno de los pisos, con una bolsa enorme de basura en la mano, le arrojó un “Alee, capooo”. Él no contestó, esos minutos en el ascensor fueron eternos. La cabina  era para tres personas a lo sumo y el espejo nos reflejaba tan nítidos que ninguno lo miraba. Cuando puse en silencio mi celular, Peironi se colocó frente a la puerta tijera y agarró la manija de bronce; en una fracción de segundos lo pispié por el espejo pero de a poco fui bajando la vista para no incomodarlo, tenía unos mocasines color suela y una camisa escocesa, correcta, sin una arruga. Pero apenas bajó la cabeza algo extraño me llamó la atención: en el pedacito de cuello entre su camisa y el pelo había un tatuaje. Era el dibujo de una serpiente, muy geométrico, que se prolongaba hacia adentro de su cuerpo. Mis ojos siguieron el recorrido del tatuaje, como a la chispa de una mecha que avanza y avanza, hasta que hizo un movimiento y el motivo escoses de su camisa tapó la bomba que estaba por descubrir.
Cuando llegamos, abrió y salió antes que yo, después entró al consultorio, apoyó las llaves en una mesita, y parado me invitó al diván. Al principio, solo me senté, escuché su voz grave.
–¿Cómo estás?
–Mejor, mejor.
                   –Ahá –dijo esto y nada más. Después arranqué sin mirarlo.
–Bueno, hoy no es un buen día; todavía no la llamé, además desapareció mi gato y… , en realidad estoy bastante afectado porque creo que se lo llevó ella…se suma, al principio no sabía dónde se había metido… igual, si era su destino… bueno, los animales son eso: animales… es probable que ande por ahí… –iba a decir algo que tenía en la punta de la lengua y luego de un silencio profundo pregunté:­      
–¿Tengo que reclinarme?
–Si estás más cómodo –dijo Peironi por arriba de sus lentes.
Dejé caer mis omóplatos y mi nuca sobre el diván de Peironi. Fue como saltar sin paracaídas, liberé el cuerpo y la mente. Mientras, con el licenciado a mis espaldas, me puse a observar  todo  lo que mi campo de visión permitía quizás por chusma, quizás para asociar más libremente las cosas de mi vida y llegar a alguna conclusión. Frente a mí: una biblioteca semivacía –no llegué a divisar los títulos de los pocos libros que había–, yo esperaba al menos una foto de Freud o Lacan, pero no, en un rincón descubrí una estampita de San Cayetano con unas espigas. Tal vez Peironi pertenezca a una corriente cristiana del psicoanálisis, pensé. Intenté concentrarme en mí y no en él. De reojo vi que la franja de luz que atravesaba en diagonal el parquet del consultorio le daba duro en la cara, entrecerró los ojos. Seguí hablando como si nada pasara. Del otro lado: silencio de radio; al mismo tiempo me preguntaba: ¿Doscientos pesos para acostarme en esta reposera y hablar sólo? Hice una pausa en mi relato y giré bruscamente.
 En un momento se me cruzó por la cabeza que hacía como que tomaba nota, cuando en realidad sólo tildaría palotes, llenaba un crucigrama o relojeaba una porno. Traté de concentrarme en lo que tenía o debía decir. Continué hablando de mi separación:
–Siento que fui usado, que la verdad es que… la querría matar pero cuando digo matar es…–mi garganta estaba seca de tanta confesión– igual son cosas que pasan por la mente y nada más. Ella es tan impune, bueno quiero decir, lúdica, que tiene un… ¿cómo se dice cuando alguien tiene swing?
–¿Swing? –dijo el licenciado.
Noté que cada tanto repetía la última palabra de cada frase en forma de pregunta, entonces decidí quedarme callado por un rato largo a la espera de que hiciera por sí solo alguna pregunta y desarticulara así ese mecanismo que el licenciado ocultaba, aunque enseguida retomé  con frases inconexas. Es que no tolero tanto silencio.
Llegué a los cuarenta minutos de sesión sin combustible en el tanque, traté de recordar  dónde había dejado la historia de la separación. Sólo un psicólogo puede bancar a alguien tan denso como yo pensé.

Después de pagarle fuimos despacio hasta la puerta y muy suficiente me dijo:
–Debe estar cerrado, bajo a abrirte.
–Bueno.
Cuando bajábamos en el ascensor, como para romper el hielo, le dije:
–Anunciaron lluvia.
No contestó, tenía cara de póquer, después se puso frente a la puerta tijera dándome la espalda, igual que cuando subimos. Los números de los pisos pintados de esmalte negro pasaban cerca de él como la cuenta regresiva que se hace antes del despegue de un cohete: 12-11-10-9-… pero en ese instante, entre el noveno y el octavo, creo, se paró la máquina y quedamos a oscuras. Peironi agarró con desesperación la manija, comenzó a sudar, de un tirón abrió la puerta pero justo frente a nosotros estaba la pared que separaba los dos pisos, entonces con los ojos desencajados gritó.
–¡No vemos! ¡No vemos! ¡Abran! ¡Abran! ¡Acá, en el octavo! ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Auxilio! –se le iba aflautando su voz; parecía alejarse en un pozo, se arrodilló, temblaba.
Intenté calmarlo, pero fue peor. Como un niño asustado se enrollaba sobre sí mismo. Yo, parado y convencido de que era cuestión de esperar a que algún vecino o el portero –que lo quería tanto–, se dignaran a rescatarnos, le decía:
–Amigo, tranquilo, tranquilo.
 El pobre se comunicaba con señas, suplicó ayuda hasta que sus brazos cayeron desplomados –por un momento pensé que se había muerto  de un infarto–, lo tomé de la muñeca para verificar el pulso. Perdió el conocimiento por un instante. Tuve ganas de sacarle la camisa para ver el tatuaje, total nunca se iba a enterar. Enseguida traté de rehabilitarlo, casi como un rescatista de la cruz roja, hasta que vino la luz y se activó el ascensor. Con ayuda del portero y una vecina sacamos al licenciado a la calle, para que tomara aire y respirase. Lo sentamos en el cordón. Sus zapatos no se veían tan abominables. Todos esperamos alrededor, hasta que de a poco volvió en sí, recuperó la calma, la conciencia, pero se lo veía tan pálido que parecía muerto. Casi sin aliento, cuando se paró me dijo: “bueno, gracias por todo, entonces te espero el martes, a la misma hora”.

El martes siguiente fui a terapia. Antes tomé un café en el bar de la esquina, puse el teléfono en reunión y antes chequee si no había alguna llamada de Lucy.  No sé por que razón pero mi mente estaba más fresca. Lo único que pensaba en ese momento era ¿Cómo habrá quedado este tipo? ¿Bajará por la escalera? ¡Yo catorce pisos no subo!

Cuando toqué el timbre ya estaba en el hall de entrada esperando para abrirme. Me dio la mano como las otras veces y próximos al ascensor me dijo:
–Menos mal que estabas vos el otro día, disculpame el momento que te hice pasar.
–No, todo bien.
–Es que nunca me había pasado, me dijeron los médicos que fue un ataque de pánico generado por el encierro. Es un síndrome más, vos ¿Todo bien?
–Bien, bien.
–Lo que disparó mi reacción fue el encierro, eso detonó el sistema de alarma que tenemos todos y me bajó la presión. Empecé a tomar una medicación y ahora estoy perfecto –mientras hablaba pulsó el botón del ascensor, recordé las teclas del Simon, ese juego para ejercitar la memoria–. Subimos sin problemas.
Arriba, la puerta del consultorio estaba entornada. Entramos y el licenciado puso su silla frente al diván y  antes de que yo me recostara, mirándome fijo a los ojos me dijo:
–Ante todo, no quiero que pienses mal de mí; si seguimos tenemos que blanquear esto. Yo estoy en mis cabales, ¿sabés? Tuve una  sensación de menoscabo, como si entrara en un túnel y nunca fuera a poder salir –mientras lo escuchaba me recosté cómodo sobre el diván–, de vez en cuando prendo velas y dejo la puerta abierta, no por romanticismo ni nada de eso, sino por miedo a la oscuridad, al encierro. ¿Sabés lo que es el encierro?
–¿El encierro?
–Te falta el aire, ves algo negro, como una sombra gigante que te aplasta. Unos sueños inconclusos me develaron por qué se produce esta alteración en mí
–Ahá.
–Si, era muy chico y corría en un parque inmenso, trepaba los árboles, bien alto, como si nada, tanto que me hamacaba con las nubes que pasaban, todo era alegría hasta que cuando bajé, pegado al jacarandá, una mano que salió de la tierra, entre la raíces, me tomó fuerte del tobillo, comencé a tironear pero fue inútil, mi cuerpo se hundía cada vez más en la tierra. Cuando gritaba veía los últimos rayos de luz que se filtraban entre las ramas de la copa, como designios del destino. Después, la oscuridad fue total y la mano se desprendió de mi tobillo, ¿sabés lo que es la oscuridad?
–¿La oscuridad? –pregunté medió dormido.
–Es el principio de todo, un lugar donde estamos muy solos –una sencilla razón para que me haya agarrado el ataque del otro día–, otro plano del conocimiento, eso: el grado cero del conocimiento…
El licenciado Peironi continuó hablando. Cuando se hizo la hora, la franja de luz que proyectaba el sol ya pegaba sobre la biblioteca –ambos sabíamos que cuando llegaba al primer estante finalizaba la sesión–. Yo estaba medio zombi y no recuerdo bien si aceptó sus honorarios. Bajamos por la escalera y en el hall nos cruzamos con el portero, lo saludó efusivamente. Como la puerta del edificio ya estaba  abierta, ni bien llegamos a planta baja nos despedimos: Hasta el Martes.
               

                 Camine unas cuadras y sentí que seguía bajando escalones. Veinte o treinta  cada cincuenta metros de vereda. Extenuado, hice una pausa casi automática, me vi reflejado en la vidriera de un local. Era una zapatería de las de antes. Por un instante me pareció ver la cara de Peironi flotando al lado de la mía.  Encendí mi celular, tenía tres llamadas perdidas y un mensaje de texto de Lu: “¿Tomamos café?, necesito hablar”. Nos encontramos a eso de las nueve de la noche. Me dio un beso en la mejilla, parecía una amiga entrañable, odié eso. Nos sentamos en la terraza de una cervecería. La tomé de la mano, sus ojos esquivos eludían lo que en realidad querían o debían expresar. Lagrimeó. Con sus brazos acodados, estiró uno de los puños  de su campera; hablaba como abajo del agua. En ese momento, cuando todavía no había bajado la espuma del chopp, pensé que la mano que había atrapado al licenciado en el sueño ahora me atrapaba a mí. El silencio de la mesa perforaba mi corazón, volqué la cabeza hacia atrás, busque la luna, alguna estrella, pero la oscuridad era total. Miré hacia fuera; un montón de bichos rondaban la luz de mercurio de la calle, como palabras sueltas buscando entrar al interior de la lámpara.

sábado, 29 de marzo de 2014

Cámara lenta

Por  Fernando Lancellotti 



Estamos en un auto al costado de la ruta
esperando que alguien nos remolque,
antes de dormirte me dijiste:
“las nubes van en cámara lenta”.

Reclino mi butaca a la par de la tuya,
miro por el espejo retrovisor,
veo las líneas de la ruta, la incipiente noche,
las luces de un auto que se aproxima me enceguecen
tanto que ni sé donde estoy,
luego pasa por al lado como un meteorito,
pero vos dormís y tus párpados esconden un sueño
que te hace feliz en ese instante, mientras la grúa no llega.

Ante esa vastedad, el auto es un guión
y tu cuerpo un punto adentro del guión,
te volcas como muerta hacia mí,
buscando un refugio,
como si el viento  nos hubiese juntado en esta pausa 
al costado de la banquina.

Una nube gigante,
trepa el espejo retrovisor
afirma la noche.
Mis ojos se apagan en el parabrisas,
nuestra respiración empaña los cristales,
una niebla nos cubre hasta hacernos desaparecer.